Habían salido a celebrar el cumpleaños de Pō Pǒ, su abuela materna. No entendió lo que decía el señor en uniforme, pero igual fingió prestarle atención: «Tacos de maíz azul con camarones y coco tierno asados a la parrilla, tortitas de cangrejo con chutney de mango tailandés, hamburguesas de vieira en salsa de ostras del Pacífico…»
No lograron convencerlo. Gracias a Daddy, un chef de renombre internacional, estaba familiarizado con una variedad de platos y sabores a pesar de su corta edad, pero en ese momento no era lo que quería; buscaba algo más. Cansados de esperar por su decisión, su madre pronunció unas palabras familiares: –¿Quieres fàn? –Sí, pāk fàn. Así había aprendido a llamar al arroz blanco en casa. Quería lo mismo que Pō Pǒ, la única persona con la que comió a diario durante sus primeros cuatro años de vida. El arroz que Grandma Christine hacía en las celebraciones familiares tenía un color y sabor distinto y no se pegaba como el pāk fàn para formar la bolita de arroz que su Pō Pǒ le había enseñado hacer con los palillos cuando lo alimentaba.
Recordaba que se había comido un cuenco de pāk fàn con Pō Pǒ antes de acostarse. Al despertar, Mami le dijo que su abuela tuvo que irse a un largo viaje, pero que le seguiría hablando en sueños. Nunca llegó a escuchar a Pō Pǒ mientras dormía, pero aparecía sin falta cuando comía pāk fàn, las pocas veces que Emeline, su niñera, se lo preparaba. Ese día, cuando le trajeron el pequeño plato de pāk fàn, hundió la cuchara y dijo, «Feliz cumpleaños, Pō Pǒ».
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