COMFORT LANGUAGE (#9 de la Serie: Ejercicios de escritura culinaria y gastronómica)

En su intenso afán por sumergirse en el inglés para reinventarse y sobrevivir en su país adoptivo, había olvidado la sensación de paz y acompañamiento que le producía volver a escuchar el español con el acento y las palabras de su tierra.

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Buscaba videos en YouTube para que la ayudaran a mejorar su comprensión de las lenguas extranjeras que estudiaba. Había descubierto un programa interesante sobre la cocina local francesa que escuchaba en su iPhone durante sus caminatas matutinas. Un día le apareció en las sugerencias una receta que le llamó la atención: la del tequeño. Decidió darle play. Distinguió de inmediato la melodía familiar del español de su tierra. En un suspiro, el acento y las palabras cargadas de venezolanidad la transportaron de vuelta a las calles de su país. Se dejó arropar por el vaivén de ese hablar íntimo y acogedor que le sonaba como las tías que llamaba para pedirles recetas olvidadas. Se reconoció en la oralidad chispeante y el ritmo pausado con el que se expresaba el cocinero. Era tan deleitable como el dulce de lechosa de la tía Esmeralda.

    Papelón, naiboa, arepa, cachito, queso telita, aliño, calabacín, chipi chipi, hallaquita, melao…

    Mientras sus ojos se paseaban por las ramas desnudas de los árboles que predecían el final del otoño y la brisa matutina enfriaba sus mejillas, el corazón le dio un vuelco cuando se vio en una esquina de su querida Cumaná observando a las señoras freír las empanadas rellenas con el pisillo de cazón que el cocinero explicaba en una de sus recetas. Se le hizo un nudo en la garganta cuando escuchó hablar del majarete, uno de los dulces de su infancia a la salida del colegio de monjas. Repitió en voz baja: «Majarete, majarete, majarete…» Aunque nunca dejó de escuchar el español en las calles neoyorquinas que transitaba, se tuvo que acostumbrar a escucharlo con otras musicalidades: en mexicano, en colombiano, en puertorriqueño, en dominicano… y en ocasiones, en salvadoreño o en guatemalteco cuando iba a la Quinta, el barrio latino de Brooklyn, por su harina PAN.

    Casabe, maíz, apio españa, cambur, ají dulce, cachapa, patilla, golfiao, parchita, tamarindo…

    Escuchaba las recetas como sus canciones favoritas: en automático, con la melodía de fondo y sin detenerse en las letras que ya conocía. La voz del cocinero comenzó a sonarle como la tía Ana, con la que había aprendido a cocinar los platos venezolanos más típicos. La receta del arroz con pollo la llevó de vuelta a esa excursión de tres días que hizo con su primer novio y unos amigos de la universidad al oriente del país donde le ofrecieron el plato en todas las casas que visitaron. Las recetas de la pisca y los pastelitos andinos le permitieron conocer y saborear la gastronomía de la ciudad donde sus padres pasaron la luna de miel. El pastel de chucho y la polvorosa de pollo la reunió de nuevo con familiares y amigos –cuando aún no se habían dispersado por el mundo– en un restaurante de La Candelaria donde la llevaron a almorzar cuando volvió de visitas después de 10 años de errancia. 

    Caraota, remolacha, aguacate, sancocho, riñón, jalea, tajadas, coquito, mejillón, auyama…

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Nueva York, 18 de agosto de 2023 
(Ejercicio para el Taller de escritura «Paladares Errantes» con Lena Yau)

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