EL QUE SE QUEDÓ EN LA MEMORIA (#8 de la Serie: Ejercicios de escritura culinaria y gastronómica)

Lo volvió a ver después de muchos años. Estaba comiendo dím sām con miembros de su familia materna extendida cuyo parentesco, tan claro en el dialecto chino que hablaban, solo podía traducirse como tíos y primos lejanos en el español. Cuando estuvo a punto de descifrar el laberinto de su relación con esas personas después de la enésima explicación de los mayores, lo vio pasar. 

    Eran pequeños cuadrados tridimensionales perfectos, tal como los recordaba. Un dulce con nombre gracioso porque de niña, gracias a su traducción imperfecta al español –caballito–, la misma le servía como asociación visual para recordar cómo pronunciarlo. Los pensamientos que la retenían se esfumaron al instante y su atención se posó sobre el dulce que se paseaba sobre el carrito de dím sām al fondo del restaurante. Solo lo había comido en la casa de apǒ, su abuela paterna, y después que salió a la universidad, nunca más volvió a probarlo porque tanto las manos como la memoria de apǒ se habían quedado ancladas al pasado. Lo siguió con la mirada cuando sintió que un aroma dulzón de caramelo con aliento a jengibre flotaba en el aire. Comenzó a salivar al recordar los trocitos de masa dulce crujir y desmenuzarse al morderlo.

    Quiso volver a probarlo así que dijo en el dialecto de su familia materna: «Quiero comer māchài». Paró en seco la conversación de los mayores. No le entendían. «Claro, lo que tú quieras, pero ¿qué es māchài?». Pensó que lo había pronunciado bien. Ella, que en la cotidianidad de una vida pasada tenía que negociar en tres dialectos a la vez, lo dijo en el tercero porque así recordaba que lo llamaba su apǒ. El problema era que no le entendían. Lo intentó de nuevo, le dio la vuelta para que sonara como en los otros dos dialectos. Nada, no entendían lo que decía. Decidió que era mejor ir ella misma, así que se levantó, se paseó entre las mesas, esquivó mesoneros, abuelas y chicos perdidos mientras buscaba con la mirada un pase entre la gente hasta llegar al carrito de dím sām

    Llegó, aunque de inmediato sintió una punzada de decepción cuando la réplica del māchài que vio sobre el plato era mucho más pálido y ligero que el que recordaba. El dulce de su infancia tenía un color dorado mucho más oscuro, quizás porque su abuela freía con mimo los trocitos de masa que luego los bañaba generosamente con un decadente caramelo color ámbar donde aún podían verse las ralladuras frescas de jengibre, los clavos de olor y las semillas de ajonjolí flotar en el espeso líquido azucarado. Pensó que quizás su memoria le exageraba la bondad de sus recuerdos, por lo que igual decidió probarlo. Le preguntó a la chica que servía por el nombre del postre. Sākèimáh. No solo lucía como una copia sin amor del manjar de sus memorias, también le habían cambiado el nombre al dialecto más sofisticado del cantonés, pero que a ella no le decía nada. Regresó a la mesa dispuesta a probarlo. La alarma la despertó y, una vez más, se resignó a aceptar que ya nunca más volvería a saborear el māchài de apǒ. Lo sabía porque cada vez que intentaba saciar sus ganas con un sākèimáh, repetía el mismo sueño.

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Nueva York, 11 de agosto de 2023 
(Ejercicio para el Taller de escritura «Paladares Errantes» con Lena Yau)

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