COMFORT FOOD HOGAREÑO (Serie: Ejercicios de escritura culinarias y gastronómicas)

Habían salido a celebrar el cumpleaños de Pō Pǒ, su abuela materna. No entendió lo que decía el señor en uniforme, pero igual fingió prestarle atención: «Tacos de maíz azul con camarones y coco tierno asados a la parrilla, tortitas de cangrejo con chutney de mango tailandés, hamburguesas de vieira en salsa de ostras del Pacífico…» 

    No lograron convencerlo. Gracias a Daddy, un chef de renombre internacional, estaba familiarizado con una variedad de platos y sabores a pesar de su corta edad, pero en ese momento no era lo que quería; buscaba algo más. Cansados de esperar por su decisión, su madre pronunció unas palabras familiares: –¿Quieres fàn? –Sí, pāk fàn. Así había aprendido a llamar al arroz blanco en casa. Quería lo mismo que Pō Pǒ, la única persona con la que comió a diario durante sus primeros cuatro años de vida. El arroz que Grandma Christine hacía en las celebraciones familiares tenía un color y sabor distinto y no se pegaba como el pāk fàn para formar la bolita de arroz que su Pō Pǒ le había enseñado hacer con los palillos cuando lo alimentaba.


    Recordaba que se había comido un cuenco de pāk fàn con Pō Pǒ antes de acostarse. Al despertar, Mami le dijo que su abuela tuvo que irse a un largo viaje, pero que le seguiría hablando en sueños. Nunca llegó a escuchar a Pō Pǒ mientras dormía, pero aparecía sin falta cuando comía pāk fàn, las pocas veces que Emeline, su niñera, se lo preparaba. Ese día, cuando le trajeron el pequeño plato de pāk fàn, hundió la cuchara y dijo, «Feliz cumpleaños, Pō Pǒ».

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Nueva York, 25 de agosto de 2023 
(Ejercicio para el Taller de escritura «Paladares Errantes» con Lena Yau)

COMFORT LANGUAGE (Serie: Ejercicios de escritura culinarias y gastronómicas)

En su intenso afán por sumergirse en el inglés para reinventarse y sobrevivir en su país adoptivo, había olvidado la sensación de paz y acompañamiento que le producía volver a escuchar el español con el acento y las palabras de su tierra.

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Buscaba videos en YouTube para que la ayudaran a mejorar su comprensión de las lenguas extranjeras que estudiaba. Había descubierto un programa interesante sobre la cocina local francesa que escuchaba en su iPhone durante sus caminatas matutinas. Un día le apareció en las sugerencias una receta que le llamó la atención: la del tequeño. Decidió darle play. Distinguió de inmediato la melodía familiar del español de su tierra. En un suspiro, el acento y las palabras cargadas de venezolanidad la transportaron de vuelta a las calles de su país. Se dejó arropar por el vaivén de ese hablar íntimo y acogedor que le sonaba como las tías que llamaba para pedirles recetas olvidadas. Se reconoció en la oralidad chispeante y el ritmo pausado con el que se expresaba el cocinero. Era tan deleitable como el dulce de lechosa de la tía Esmeralda.

    Papelón, naiboa, arepa, cachito, queso telita, aliño, calabacín, chipi chipi, hallaquita, melao…

    Mientras sus ojos se paseaban por las ramas desnudas de los árboles que predecían el final del otoño y la brisa matutina enfriaba sus mejillas, el corazón le dio un vuelco cuando se vio en una esquina de su querida Cumaná observando a las señoras freír las empanadas rellenas con el pisillo de cazón que el cocinero explicaba en una de sus recetas. Se le hizo un nudo en la garganta cuando escuchó hablar del majarete, uno de los dulces de su infancia a la salida del colegio de monjas. Repitió en voz baja: «Majarete, majarete, majarete…» Aunque nunca dejó de escuchar el español en las calles neoyorquinas que transitaba, se tuvo que acostumbrar a escucharlo con otras musicalidades: en mexicano, en colombiano, en puertorriqueño, en dominicano… y en ocasiones, en salvadoreño o en guatemalteco cuando iba a la Quinta, el barrio latino de Brooklyn, por su harina PAN.

    Casabe, maíz, apio españa, cambur, ají dulce, cachapa, patilla, golfiao, parchita, tamarindo…

    Escuchaba las recetas como sus canciones favoritas: en automático, con la melodía de fondo y sin detenerse en las letras que ya conocía. La voz del cocinero comenzó a sonarle como la tía Ana, con la que había aprendido a cocinar los platos venezolanos más típicos. La receta del arroz con pollo la llevó de vuelta a esa excursión de tres días que hizo con su primer novio y unos amigos de la universidad al oriente del país donde le ofrecieron el plato en todas las casas que visitaron. Las recetas de la pisca y los pastelitos andinos le permitieron conocer y saborear la gastronomía de la ciudad donde sus padres pasaron la luna de miel. El pastel de chucho y la polvorosa de pollo la reunió de nuevo con familiares y amigos –cuando aún no se habían dispersado por el mundo– en un restaurante de La Candelaria donde la llevaron a almorzar cuando volvió de visitas después de 10 años de errancia. 

    Caraota, remolacha, aguacate, sancocho, riñón, jalea, tajadas, coquito, mejillón, auyama…

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Nueva York, 18 de agosto de 2023 
(Ejercicio para el Taller de escritura «Paladares Errantes» con Lena Yau)

EL QUE SE QUEDÓ EN LA MEMORIA (Serie: Ejercicios de escritura culinarias y gastronómicas)

Lo volvió a ver después de muchos años. Estaba comiendo dím sām con miembros de su familia materna extendida cuyo parentesco, tan claro en el dialecto chino que hablaban, solo podía traducirse como tíos y primos lejanos en el español. Cuando estuvo a punto de descifrar el laberinto de su relación con esas personas después de la enésima explicación de los mayores, lo vio pasar. 

    Eran pequeños cuadrados tridimensionales perfectos, tal como los recordaba. Un dulce con nombre gracioso porque de niña, gracias a su traducción imperfecta al español –caballito–, la misma le servía como asociación visual para recordar cómo pronunciarlo. Los pensamientos que la retenían se esfumaron al instante y su atención se posó sobre el dulce que se paseaba sobre el carrito de dím sām al fondo del restaurante. Solo lo había comido en la casa de apǒ, su abuela paterna, y después que salió a la universidad, nunca más volvió a probarlo porque tanto las manos como la memoria de apǒ se habían quedado ancladas al pasado. Lo siguió con la mirada cuando sintió que un aroma dulzón de caramelo con aliento a jengibre flotaba en el aire. Comenzó a salivar al recordar los trocitos de masa dulce crujir y desmenuzarse al morderlo.

    Quiso volver a probarlo así que dijo en el dialecto de su familia materna: «Quiero comer māchài». Paró en seco la conversación de los mayores. No le entendían. «Claro, lo que tú quieras, pero ¿qué es māchài?». Pensó que lo había pronunciado bien. Ella, que en la cotidianidad de una vida pasada tenía que negociar en tres dialectos a la vez, lo dijo en el tercero porque así recordaba que lo llamaba su apǒ. El problema era que no le entendían. Lo intentó de nuevo, le dio la vuelta para que sonara como en los otros dos dialectos. Nada, no entendían lo que decía. Decidió que era mejor ir ella misma, así que se levantó, se paseó entre las mesas, esquivó mesoneros, abuelas y chicos perdidos mientras buscaba con la mirada un pase entre la gente hasta llegar al carrito de dím sām

    Llegó, aunque de inmediato sintió una punzada de decepción cuando la réplica del māchài que vio sobre el plato era mucho más pálido y ligero que el que recordaba. El dulce de su infancia tenía un color dorado mucho más oscuro, quizás porque su abuela freía con mimo los trocitos de masa que luego los bañaba generosamente con un decadente caramelo color ámbar donde aún podían verse las ralladuras frescas de jengibre, los clavos de olor y las semillas de ajonjolí flotar en el espeso líquido azucarado. Pensó que quizás su memoria le exageraba la bondad de sus recuerdos, por lo que igual decidió probarlo. Le preguntó a la chica que servía por el nombre del postre. Sākèimáh. No solo lucía como una copia sin amor del manjar de sus memorias, también le habían cambiado el nombre al dialecto más sofisticado del cantonés, pero que a ella no le decía nada. Regresó a la mesa dispuesta a probarlo. La alarma la despertó y, una vez más, se resignó a aceptar que ya nunca más volvería a saborear el māchài de apǒ. Lo sabía porque cada vez que intentaba saciar sus ganas con un sākèimáh, repetía el mismo sueño.

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Nueva York, 11 de agosto de 2023 
(Ejercicio para el Taller de escritura «Paladares Errantes» con Lena Yau)

VIAJAR CON MI DESPENSA (Serie: Ejercicios de escritura culinarias y gastronómicas)

Montarme en un avión en Nueva York y estar en Caracas en menos de 12 horas era inimaginable hace apenas un siglo atrás. Huelga decir que en la mayor parte de la historia registrada del hombre, las travesías de un país a otro o de un continente a otro podían tardar meses e incluso años. El viaje en barco de mi tatarabuelo desde China hasta las costas de San Francisco durante la fiebre del oro en el siglo XIX tardó unos 3 meses en llegar a su destino. En la actualidad, la misma ruta se hace en un vuelo transoceánico en menos de 24 horas. 


    Lo mismo pasa con los productos de los que podemos disponer hoy en día en muchas ciudades del mundo. Alimentos que nos llegan de distintas partes del globo terráqueo y que ahora damos por sentado verlos en los anaqueles de nuestros supermercados más cotidianos. Echándole un vistazo a la despensa de mi apartamento en Brooklyn, me consigo con frascos y empaques provenientes de una diversidad de países, muchos de los cuales solo conozco en fotos o historias. Consumir estos alimentos es como querer saborear fugazmente su sitio de origen e imaginar que hemos viajado hasta allí por unos breves instantes.


    Esta es una lista –no exhaustiva– de lo que encontré:


Sal rosada del Himalaya. Pakistán. Empacada en Israel.

Aceitunas en conservas picantes. Egipto. Envasadas en Turquía.

Pimentón picante de La Vera. España.

Miel de abeja de los Andes. Venezuela. Medio de transporte: mi maleta.

Genmaicha. Té verde con arroz integral tostado. Japón.

Café. Ruanda.

Otro café. Etiopía.

Bánh tráng. Hojas de arroz para los rollitos de primavera. Vietnam.

Aceite de oliva. Italia, España y Grecia.

Agua de rosas. Pakistán.

Salsa de soya. China.

Un tercer café. Costa Rica. Medio de transporte: la maleta de una amiga que vino de visita.

Pasta de tomate. Italia.

Bocadillos de plátano. Venezuela. Medio de transporte: la maleta de mi mamá.

Harina de garbanzos. Canadá.

Papelón. Colombia.

Chocolate La Guáquira al 70 % de Cacao de Origen. Venezuela. Medio de transporte: mi maleta.

Dátiles. Túnez.

Chocolate para tazas marca Abuelita. México.

Casabe galleta. Venezuela. Medio de transporte: la maleta de mi mamá.

Quinua. Perú.

Aceite de ajonjolí. Taiwán.

Mantequilla clarificada. India.

Hojas de laurel. De un árbol de nuestra casa en Bangladés. Medio de transporte: la maleta de mi esposo.

Tahini o pasta de ajonjojí. Líbano.

Cáscaras de cacao para infusiones. Perú. Medio de transporte: mi maleta.

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Nueva York, 4 de agosto de 2023 
(Ejercicio para el Taller de escritura «Paladares Errantes» con Lena Yau)

TOMAR TÉ... ¿CUÁL TÉ? (Serie: Ejercicios de escritura culinarias y gastronómicas)

«The Chinese sip it from tiny cups, the Japanese whisk it. In America they serve it iced. The Tibetans add butter. The Russians serve it with lemon. Mint is added in North Africa. Afghans flavour it with cardamom. The Irish and the British drink it by the gallon with milk and sugar. The Indians boil it with condensed milk. In Australia it is brewed in a ‘billy’ can».

Tea: A Global History (Edible) de Helen Saberi. 

Hace unos años, visitábamos a unos amigos de la infancia de mi esposo cuando, como dicta la buena costumbre de un anfitrión en la cultura bangladesí, la amable señora de la casa me ofreció una aromática bebida de color marrón claro en una tacita de porcelana blanca decorada al estilo inglés. Mi reacción natural fue sonreír y exclamar, «Oh, gracias, ¿chocolate?». Ante la mirada confusa de mi anfitriona, mi esposo –quizás también un poco apenado– se apresuró a agregar, «No, es cha. Té desi. Lo que le siguió al «trágame tierra» que sentí fueron las risas nerviosas, aunque comprensivas, de mis anfitriones que podían perdonarle semejante pregunta a la nueva esposa «americana». Fue un final feliz porque el té al estilo desi es delicioso, quizás un poco dulce para mi paladar más acostumbrado al café, pero siempre muy fragante por todas las especias que se incluyen en su preparación. 

    Un final quizás no tan airoso para uno de los amigos de mi esposo en una de las primeras visitas que recibimos como recién casados en el nuevo hogar compartido. A la respuesta afirmativa del invitado a mi «¿Puedo ofrecerte un té?», me devuelvo a la cocina a hervir agua mientras mi esposo y su buen amigo conversaban. A los pocos minutos, salí con una bandeja que sostenía unas pequeñas tazas sin asas y una tetera de vidrio de diseño vanguardista que orgullosamente estrenaba para la ocasión. Mientras preparaba el té, notamos que la expresión de nuestro invitado pasaba de la emoción a la curiosidad y de allí, mientras observaba el brebaje que se vertía sobre las tazas, apareció sobre su rostro una leve mueca de nerviosismo reprimido. Claro, nuestro invitado, tan acostumbrado al cha que mencioné al principio, debió parecerle inimaginable que el «té» que ahora le ofrecíamos era esa agua ligeramene turbia donde aún flotaba de manera etérea y delicada las flores de crisantemos que habíamos echado en la tetera frente a sus ojos y que ahora despertaban al contacto del agua tibia, una escena que en mis experiencias anteriores siempre dejaba al testigo en estado meditativo, mas no a nuestro querido amigo.

    Me imagino que era la misma sensación que tuve de niña cuando pasaba los fines de semana en casa de mis abuelos paternos en Cumaná. Cuando nos daba sed, mi abuela nos ofrecía «agua tibia con sabor a té» de una tetera, que en la inocencia de mi niñez, parecía que nunca se vaciaba, o sea, no tomábamos nunca agua con sabor a agua. Y es que, por tradición, en los hogares chinos, el agua de beber, sin importar qué tan potable salga del chorro, siempre se hierve y jamás se toma fría. Como mi existencia temprana fluía de manera natural entre dos culturas, nunca cuestioné la razón por la que el té –negro, en su mayoría– siempre estaba presente en mi casa y en la de mis abuelos, donde se bebía como agua. Se servía de una tetera con una o dos cucharaditas de hojas de té al que se le iba agregando agua hervida a medida que se vaciaba en el transcurso del día y al final terminaba siendo solo agua turbia con un ligero olor, color y sabor a té.

    Eso sí, cuando queríamos reunirnos con familiares o amigos, íbamos a yám chà o a «tomar té» en cantonés, con la peculiaridad de que ir a yám chà era realmente ir a comer una especie de brunch, donde los platillos eran un surtido de empanadillas con diferentes formas y rellenos y una variopinta selección de otros bocadillos exquisitos que se servían de 3 a 4 piezas por plato y que se conocen como dím sām. Dicho de otro modo, ir a yám chà es ir a comer dím sām con el té como acompañante –según dicen para ayudar a digerir mejor los platillos más grasosos– pero el protagonismo no recae precisamente sobre esta bebida sino sobre la comida. Por gustos personales, y solo cuando no están los mayores de la familia, pido esa infusión de flores de crisantemos que le servimos a nuestro querido amigo ya que, por lo general, ese tampoco sería el té de preferencia para servirse con el dím sām.

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RECETA: Cha (Té desi)


Porciones: 4 tazas pequeñas (como las de café espresso)
Tiempo de preparación: 10 minutos

Ingredientes:

500 ml (2 tazas) de agua

1 palo de canela

4 vainas de cardamomo

4 clavos de olor

12 g (3 cucharadas) de té negro

38 g (3 cucharadas) de azúcar granulada

250 ml (1 taza) de leche entera


Preparación:

  1. Triturar las especias en un mortero y poner a hervir junto al agua en una olla pequeña.

  2. Cuando llegue al punto de ebullición, agregar el té y revolver con suavidad.

  3. Reducir el fuego cuando alcance de nuevo el punto de ebullición.

  4. Agregar el azúcar y la leche y seguir calentando a fuego medio. Revolver de vez en cuando.

  5. Cuando llegue una vez más al punto de ebullición, reducir el fuego a medio-bajo y dejar hervir durante 1 minuto. Hay que prestar atención al líquido durante este paso porque se puede desbordar de la olla.

  6. Retirar de la hornilla y colar antes de servir. 


Nota: 

  • Para una consistencia más cremosa, se puede sustituir la leche entera con 125 ml (½ taza) de leche evaporada.
  • Esta receta admite muchas variaciones según el gusto del que lo prepare. Hay quienes le ponen jengibre, ralladura de limón, pimienta, anís estrellado o azafrán.
  • Si se quiere un cha más fuerte, repetir el paso 5 que sería así:

    • Cuando llegue una vez más al punto de ebullición, reducir el fuego a medio-bajo por unos 8 segundos y subir de nuevo a medio. Repetir este ciclo dos veces más y en el último, dejar hervir por 1 minuto a fuego medio-bajo antes de retirar de la hornilla.


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Nueva York, 22 de julio de 2023